Sembrar para recoger
El ser humano es impaciente por naturaleza. Pero lo es aún más cuando lo que se quiere cambiar es fruto de siglos de educación, tradición y creencias. Me refiero, en este caso, a la igualdad real de las personas, con independencia del sexo que tengan.
¿Qué es lo que falla para que no acabemos de lograrlo?
No voy a salir de nuestras fronteras ya que en ese caso el “análisis” sería interminable, aunque estoy segura de que la base del problema es casi igual en la mayoría de las sociedades. En la nuestra no deja de ser curioso que, en la norma básica que rige nuestro Estado de Derecho, la Constitución, que ya tiene más de 40 años, se explicite que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley y que no se pueden hacer discriminaciones en función del sexo pero que luego la realidad sea tan distinta. ¿Por qué? Para mí la respuesta está clara: no nos lo creemos. Pero lo que es peor, no lo creemos, o no queremos creerlo, ni los hombres ni las mujeres y mientras no cambiemos eso no podremos avanzar.
Aunque reconozco que todo suma, soy de las personas que piensan que de nada sirve que impongamos la costumbre, tanto en el lenguaje oral como en el escrito, de hablar de todos y todas si luego se hace más caso a la opinión del hombre que a la de la mujer, si nosotras asumimos, con toda la naturalidad del mundo, que si el/la bebé se pone enfermo es la madre la que tiene que dejar de ir al trabajo para cuidarle, si seguimos mirando con recelo que a Pepito le echen los reyes una muñeca o pensamos que Pedro es “la leche” porque se liga una tía cada noche y María una guarra porque hace lo mismo. Y todos esos ejemplos los veo a diario.
Por mucho que nos duela, para lograr el cambio de mentalidad hace falta tiempo y, sobre todo, convencimiento, pero no el convencimiento de la imposición sino el convencimiento de la creencia, del pensamiento de igualdad. Hace falta que pase, al menos, una generación o dos porque es imprescindible que el cambio cale en nuestras mentes y se asuman los “roles de personas” desde la más tierna infancia, y para que los niños lo asuman han de asumirlos antes las personas que les educan. Con tiempo, calma, educación y sensatez lo lograremos.
Soy mujer y estoy orgullosa de ello y de trabajar y defender, a diario, desde el más categórico convencimiento, que soy igual que los hombres que tienen mis mismas capacidades. Me sigo rindiendo, con la más absoluta admiración, ante la inteligencia, el excelente desempeño profesional y la bondad humana venga de quien venga, hombre o mujer. Sigo creyendo en las personas y en su capacidad de avanzar y mejorar y es por ello, como he dicho en otras ocasiones, que estoy deseando que llegue el año en que no sea necesario que celebremos “el día de la mujer”. Ese año habremos ganado “todos y todas”.
Mientras tanto otro año llega y celebraremos este día. Yo lo haré con un particular deseo: no me felicites, hombre o mujer, si en lo más profundo de tu mente piensas que no somos iguales. ¡Feliz día de la mujer!
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